Antonio Morales Méndez
La Primera Revolución Industrial, surgida en el siglo XVIII en Gran Bretaña, produjo profundas transformaciones en Europa y, más tarde, en una buena parte del mundo. Se pasó de una economía basada en la agricultura y la artesanía a un sistema sustentado fundamentalmente en el carbón como fuente energética, lo que propició cambios tecnológicos, sociales y económicos trascendentales. A finales del siglo XIX, la humanidad volvió a dar un salto cualitativo. La Segunda Revolución Industrial supuso también una innovación energética de enorme calado. El petróleo y el gas se convirtieron en elementos claves y dieron paso al motor de explosión, la automoción y la electricidad. En apenas doscientos años el avance tecnológico, industrial y económico ha sido imparable. No ha tenido parangón. Jamás, en ningún periodo de la historia, se ha progresado tanto en el desarrollo productivo. Pero nunca, del mismo modo, se ha producido tanto daño al medio ambiente.
En los dos últimos siglos hemos apurado el consumo energético hasta límites insospechados y usado con enorme voracidad los recursos energéticos fósiles que se fueron generando en la Tierra durante millones de años. El crecimiento demográfico, la colonización del suelo, las emisiones de CO2 a la atmósfera, el agotamiento de los recursos naturales, la desregulación de los mercados y el consumismo sin tino, como sustento del sistema capitalista que gobierna el mundo, son algunas de las consecuencias de este modelo.
El carbón, el petróleo y el gas siguen siendo imprescindibles para sostener el sistema económico mundial, pero su uso indiscriminado e irracional nos está llevando a un agotamiento de las reservas y a un cambio climático de peligrosas consecuencias. A la utilización cada vez mayor en el primer mundo de recursos fósiles para mantener su nivel de vida, se suma en los últimos años la demanda de China, India y los países emergentes de Asia, África y América. Ya casi nadie duda de que estamos en el cénit del petróleo, que estamos en una marcha atrás irreversible y que se están apurando precipitadamente y peligrosamente los últimos recursos que van quedando. Al tiempo que el alza de los precios compromete la economía de los estados (los precios del petróleo y el gas se han multiplicado por cuatro en los últimos 15 años), su soberanía frente a los países productores y la convivencia pacífica en el planeta y mientras la comunidad científica nos advierte de un calentamiento global que avanza hacia el punto de no retorno que pone en riesgo la salud, la alimentación, el agua y la supervivencia, la AIE considera que la demanda de combustibles fósiles crecerá, al ritmo actual, en un 60% hasta el año 2030. Una previsión a todas luces suicida.
Pero es como quien oye llover. Pasan los años y pasan las décadas y todo sigue igual. Nadie va más allá de manifestaciones de buenas intenciones. El modelo actual, que responde a intereses geoestratégicos y de poderosos lobbies económicos que compran partidos y gobiernos, no parece que se vaya a modificar. De nada han servido las cumbres ni las conferencias mundiales (Estocolmo, Río, Bali, Copenhague Kioto…), las declaraciones de la ONU (Ecodesarrollo, comisión Brundtland, Declaración del Milenio…) ni los informes de comités científicos (informe Stern, Club de Roma…). La propuesta de desarrollo controlado, de desarrollo sostenible, se ha adulterado. El término ya se utiliza para justificar lo injustificable…
No cabe la menor duda de que tenemos que pelear por otro modelo de desarrollo. Teóricos como Jeremy Rifkin plantean una Tercera Revolución Industrial que gire en torno a las energías renovables (las fuerzas de la naturaleza), las nuevas tecnologías, el almacenamiento y las redes eléctricas inteligentes. Pero muchos otros apuntan a que hay que ir más allá. Que no solo hay que revisar el sistema energético sino también el sistema económico. Que es necesario pensar en un modelo que no se sustente en el crecimiento permanente; que se plantee romper con el pensamiento puramente economicista que nos induce a pensar que solo valemos si producimos, frente a otros valores que nos reconcilien con la vida y el bienestar integral. Con la equidad, la igualdad, los derechos humanos y la democracia; que defienda el valor de lo cercano y lo inmediato, en sus concepciones humanas y económicas (agricultura, agua, energía…); que sea consciente de que crecer no es solo consumir. Que los medios de producción no pueden condicionar nuestro presente ni nuestro futuro. Que no pueden estar en manos de unos pocos. Que hay que democratizarlos; que debemos potenciar el valor de lo público para el control de los bienes colectivos, de las materias primas (agua, energía, alimentos, minerales…); que tenemos que propiciar un cambio de modelo energético sustentado en la eficiencia, el ahorro y las energías renovables democratizadas, distribuidas (con microredes y pequeños almacenamientos) y cercanas con autoconsumo (en nuestros hogares, naves industriales, etc) y balance neto (vendiendo a la red lo que nos sobre en nuestras casas)…
He comentado en distintas ocasiones que estamos viviendo a nivel planetario una auténtica guerra civil global entre las energías fósiles y las renovables. En España el Gobierno de Mariano Rajoy ha optado por ponerse en manos de los que pretenden frenar las energías limpias. De hecho ha puesto en marcha medidas “ejemplificantes” para el resto del planeta. Y Canarias se ha convertido en uno de sus bancos de prueba más importante. Pretenden imponernos extracciones de crudo poniendo en riesgo nuestro medio natural y el sector turístico del que dependemos para subsistir; intentan obligarnos a que el gas se convierta en nuestro principal generador de energía; le ponen todas las trabas del mundo al desarrollo de las renovables (afecciones territoriales y aeroportuarias, retribuciones disuasorias, freno a la central hidroeléctrica de Chira-Soria…). Y esto, ¿inexplicablemente?, se hace en un territorio que reúne las mejores condiciones para convertirse en vanguardia mundial en renovables. En un archipiélago donde cuesta mucho más barato producir con energías limpias que con fósiles. En una Comunidad que padece un sobrecoste de más de 1.500 millones de euros por producir electricidad con fuel. En unas islas que dependen para todo del exterior y que podrían alcanzar la soberanía energética y acuífera con nuestro sol, nuestro mar, nuestro viento, nuestra geotermia…
Pero no podemos esperar a que estas transformaciones se realicen desde el Gobierno de España, entregado como está a las eléctricas y a las petroleras, ni desde el Gobierno de Canarias con todos sus planes energéticos fracasados y con unas Directrices en ciernes que se centran, especialmente, en introducir el gas en Gran Canaria y en Tenerife. Estos cambios profundos deben surgir de la sociedad civil y de las instituciones públicas locales más concienciadas. Y juegan un importante papel para hacerlo posible las organizaciones políticas progresistas, las asociaciones eólicas y fotovoltaicas repartidas por todo el Estado y los movimientos ciudadanos como la Plataforma Por Un Nuevo Modelo Energético, que está adquiriendo cada día un papel más relevante proponiendo alternativas y propiciando complicidades de la ciudadanía y que ya tiene sus réplicas en Tenerife y en Gran Canaria y muy pronto en las otras islas. O también, los grupos que se han creado y se están creando en cada una de las islas oponiéndose a las extracciones de crudo y apostando por las energías verdes. O las organizaciones ecologistas que pelean cada día por un planeta más habitable. La esperanza está en las movilizaciones sociales, como las convocadas para el próximo día 10 de mayo en contra de las prospecciones por Ben Magec y la Px1NME en Las Alcaravaneras y en otros lugares, con cadenas humanas, talleres y festivales de música. Y es que no nos puede faltar energía para defender una sociedad más justa y un modelo energético distinto.
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